El autor del siguiente relato, José María Pérez, conocido como Peridis, es arquitecto, escritor, humorista y emprendedor social. Ha recibido varios reconocimientos como el Premio Nacional de Restauración y la Medalla de Oro de Europa Nostra. También es promotor de las Escuelas-Taller.
Relata su visita al barrio Cabildo de Arriba en Santander, donde dos edificios en riesgo de ruina serán demolidos. Reflexiona sobre la pérdida del patrimonio y la falta de conservación histórica, imaginando una conversación con figuras literarias como Galdós, Pereda y Menéndez Pelayo, quienes lamentan la destrucción. Se cuestiona si es mejor demoler o rehabilitar los edificios, y plantea ejemplos de restauración exitosa en otros lugares. Finalmente, critica la falta de voluntad política para preservar la memoria histórica y aboga por la rehabilitación como una forma de esperanza.
No habría escrito este artículo si no hubiera descubierto la noticia en este diario: «El Ayuntamiento de Santander demolerá dos edificios en el Cabildo de Arriba que amenazan ruina». Tras leerla, me presenté en el lugar con dos amigos para hacer unas fotos.
Días más tarde, regresé a Madrid. Un calor insoportable me impedía dormir. Cogí el móvil y revisé las fotografías que hice entonces: la casa de la izquierda, de arquitectura tradicional y galería de madera, tenía una malla verde de protección. En el bajo había un local cerrado que perteneció a la Asociación de Amigos del Cabildo de Arriba. Toda una metáfora. El edificio de la derecha, muy estrecho y con la fachada reformada, no tenía ninguna protección. A primera vista me pareció que la ruina comenzaba con el abandono. Los dos inmuebles estaban sentenciados. ¿Por viejos, por ruinosos o por disfuncionales?, me preguntaba.
Sin pensarlo dos veces, me levanté a consultar el Código Civil en el ordenador, y comprobé que el artículo 389 establece la obligación de los propietarios, ante cualquier construcción que amenace ruina, de demolerla o ejecutar las obras necesarias para evitar su caída. Y según el artículo 183 de la Ley del Suelo, se puede declarar un edificio en ruina por tres causas: daño no reparable técnicamente, coste de la reparación superior al 50% del valor actual del edificio o plantas afectadas, y circunstancias urbanísticas que aconsejaren la demolición. La declaración de ruina inminente es el acto administrativo que declara el estado de ruina de un edificio y permite la adopción inmediata de las medidas necesarias para preservar la seguridad de las personas o de las cosas. Lo que veía no era ruina inminente, porque la calle no estaba cortada, ni había carteles de aviso de peligro o vallas protectoras. Por si acaso, me puse el casco. Al darme la vuelta, ocurrió algo increíble. En medio de la calle, mirando los edificios, estaban Benito Pérez Galdós y José María de Pereda, que habían llegado al Cabildo tras bajar con mucho riesgo desde sus monumentos.
«¡Mal camino llevamos! Me temo que la donación de mi biblioteca no ha servido para nada»
Marcelino Menéndez Pelayo
«Algunos creen que Pereda y yo vivíamos en continua rivalidad, y no es cierto»
Benito Pérez Galdós
–No se extrañen de verme también a mí –señaló Galdós–. Algunos creen que Pereda y yo vivíamos en continua rivalidad, y no es cierto. Pereda tenía sus ideas y yo las mías; en ocasiones nos enredábamos en donosas disputas, pero sin llegar nunca al altercado displicente. En una ocasión como esta me he sentido en la obligación de acompañarle.
–Benito, ¡que lo van a tirar! –exclamó Pereda–. He paseado durante años por este Cabildo para inspirarme, documentarme y conseguir una trama creíble en ‘Sotileza’. He pretendido que en esa novela los santanderinos conocieran un pedazo de su historia, que tuvieran presente sus humildes orígenes marineros, que supiesen quiénes eran y cómo vivían los habitantes de esta zona… y ahora resulta que llevan años demoliendo los edificios porque amenazan ruina. Lo poco que sobrevivió al incendio se demuele inmisericordemente. Así es Santander.
Para completar el trío de académicos ilustres, tras abandonar el pedestal que tiene ante el edificio de la monumental biblioteca que donó al Ayuntamiento de Santander, llegó jadeando el mismísimo don Marcelino Menéndez Pelayo. Al verme con casco de obra pensó que yo era el concejal responsable.
–¡Mal camino llevamos, señores del Ayuntamiento! –me espetó–. Me temo que la donación de mi biblioteca no ha servido para nada, porque este barrio donde me bautizaron está dejado de la mano de Dios… y del Ayuntamiento. El Código Civil y la Ley del Suelo servirán para renovar la ciudad, pero no para mantener su historia si no hay voluntad de hacerlo, porque donde no se conserva piadosamente la herencia del pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo, menos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia, próxima a la demencia senil.
«He paseado durante años por este Cabildo para conseguir una trama creíble en ‘Sotileza’»
José María de Pereda
«Hemos de lograr que el patrimonio se convierta en una prioridad, por tratarse de la memoria»
Eusebio Leal
«La última palabra es del Ayuntamiento y mucho me temo que ya tienen la piqueta en la mano»
Miguel de Unamuno
Los ilustres personajes hablaban a gritos, y atrajeron a algunos curiosos. Un caballero mestizo, de frente despejada, muy moreno de tez, pelo engominado y nariz de boxeador, que resultó ser el poeta César Vallejo, tomó la palabra:
–Cuando se derriben estos edificios, ¿dónde irán a vivir sus habitantes?
–Ya nadie vive en las casas, señor.
–No vive ya nadie en las casas, todos se han ido, dices. La sala, el dormitorio, el patio yacen despoblados. Nadie ya queda, pues que todos han partido. Y yo te digo: cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Por cierto, usted no tiene pinta de vivir en ese barrio. ¿Qué se le ha perdido por aquí? –me dijo.
–Debo de ser muy romántico, porque le tengo cariño a las ruinas. Aunque nací en Cabezón de Liébana, crecí en Aguilar de Campoo a la vera de las ruinas de Santa María la Real, que en 1921 visitó Miguel de Unamuno.
Para sorpresa de todos, apareció el aludido.
–¡Cierto! Allí estuve y di fe de ello en mis artículos y en el libro ‘Visiones y andanzas españolas’. Aquellas sí que eran ruinas. Ruinas y desolación. Ante ellas, escribí: ¡Las ruinas de Santa María la Real, convento que fue de premostratenses! Ruinas que siguen arruinándose. Faltan capiteles que han sido llevados al Museo Arqueológico de Madrid. Es la tala de la ciencia. ¿Ciencia? Y del mismo modo va yendo España, toda museo. Y un museo es el más terrible de los cementerios porque no se deja en paz al pobre muerto… ¿Quedan en estas ruinas hombres? ¿Queda en los arruinados hombres hombría?… Hay agua en el fondo de la reseca roca, en el cogollo del corazón rocoso. ¡Hasta una ruina puede ser una esperanza!
–Gracias, don Miguel. Esa sentencia suya nos incitó a los vecinos de Aguilar a recuperar el cenobio para la educación y para la cultura. Porque lo que no se conoce no se ama, y lo que no se ama no se cuida. El Cabildo es la bisabuela de Santander. Es la cuna y el corazón de la ciudad. Es un vecino de la catedral, y aquí, al lado, tenemos la iglesia de la Consolación, el Convento de Santa Cruz, que fue Tabacalera, el Hospital, convertido en Asamblea Regional. Y el Ayuntamiento se halla a tiro de piedra.
–Pues viendo la ruina del Cabildo, esto parece de juzgado de guardia.
–Los juzgados están justo en frente de nosotros. Aquí están todos los poderes: la alcaldesa, los parlamentarios, los jueces y el señor obispo. Pero al Cabildo de Arriba lo han dado por muerto, aunque nadie extiende el certificado de defunción.
–¿Qué se puede hacer con este barrio?, porque seguimos mareando la perdiz –exclamó un vecino enojado–. Usted, que es arquitecto y ha rehabilitado edificios ruinosos, ¿no habrá venido tan solo a curiosear y encender los ánimos? Alguna idea tendrá.
–Se puede tomar el ejemplo de Potes y su Barrio de la Solana. A instancias de don Eduardo García de Enterría, se rehabilitó toda la escena urbana con una Escuela-Taller y se consiguió un Centro Histórico lleno de vida, habitable y visitable. El Cabildo de Arriba también reúne todas las condiciones para serlo porque, siguiendo la carta de Quito de 1977, Centros Históricos son todos aquellos asentamientos humanos vivos, fuertemente condicionados por una estructura física proveniente del pasado, reconocibles como representativos de la evolución de un pueblo. No solo son Patrimonio Cultural de la Humanidad, sino que pertenecen a todos aquellos sectores sociales que los habitan.
–¡Cuentos chinos! –exclamó un paisano que no quiso identificarse–. La vida es otra cosa. Ustedes son muy antiguos, señores. Hoy en día la gente quiere el confort. Casas con ascensor y ventanales de plástico o aluminio. Los suelos planos, y cocina y baño alicatados hasta el techo. Meter el coche en la casa… y muchas más cosas. Sobre todo, seguridad, mucha seguridad. Lo que hay que hacer es tirar todo lo viejo y hacer pisos nuevos.
Yo no quería que el pesimismo se apoderará de aquella pequeña asamblea.
–Usted tiene un teléfono como el mío. Ahora mismo tenemos artefactos volando sobre nuestras cabezas que nos tienen localizados y, si les interesa, pueden grabar nuestras conversaciones. ¿Piensa usted que los ingenieros y arquitectos de hoy en día no son capaces de modernizar una casa sin que se les caiga? ¡Dese una vuelta por el Paseo de Pereda! Solo hace falta presupuesto y voluntad política, pero sobre todo hacer caso a las lumbreras que nos acompañan.
En aquella reunión improvisada en el Cabildo de Arriba había mucha literatura en el aire, y el ejemplo de La Solana de Potes les había sabido a poco. Yo notaba que querían realidades.
–Eso es jerga de arquitectos, pero esto que se ve en el barrio es una vergüenza para la ciudad y una catástrofe para los que habitamos este lugar –replicó el vecino.
–Tengo entendido que el Consistorio está comprando aquí pisos deshabitados para, con el concurso de la iniciativa privada, rellenar los cráteres y solares vacíos con edificaciones iguales o parecidas a las que desaparecieron, y rehabilitar el resto, que es lo que están esperando los santanderinos. Para ello deberá adoptar medidas reguladoras que, a la vez que facilitan y estimulan la iniciativa privada, impidan la desnaturalización del lugar. Hablando de centros históricos de ciudades, quiero recalcar la importancia del Centro Histórico de La Habana Vieja, convertido en un ejemplo de buenas prácticas para todo el mundo. Fue posible gracias a la competencia y dedicación de Eusebio Leal, historiador de La Habana, que hizo coincidir la búsqueda de la memoria con el compromiso firme de reconstruir el tejido urbano, mejorar las condiciones de vida y salvar el entorno para sus habitantes. Él mismo lo contó en la SER: «En La Habana Vieja desarrollamos un programa de reparación o creación de viviendas. Se hizo enseñando un oficio a jóvenes entre 18 y 21 años, cuando en 1992 Cooperación Española creó la Escuela Gaspar Melchor de Jovellanos y rehabilitamos el Convento de San Francisco, situado en el Centro Histórico de La Habana, que ahora es Patrimonio de la Humanidad» –Unamuno, Vallejo, Galdós, Pereda y Menéndez Pelayo bebían las palabras del historiador de La Habana, que prosiguió–: «En un momento coyuntural adverso, cuando por diversas razones hay desesperanza, cuando el tema del Patrimonio no parece ser el elemento esencial, sino la pregunta ¿qué comeremos, cómo viviremos, qué haremos?, hemos de lograr que el patrimonio se convierta en una prioridad, por tratarse de la memoria. La memoria es una fuerza salvadora. Porque es la que nos dice dónde estamos, por qué estamos y quiénes somos, por eso creo yo que lo que hay que salvar en momentos difíciles es precisamente la cultura».
–En eso estoy totalmente de acuerdo –exclamó Menéndez Pelayo–. Para eso doné mi biblioteca a esta ciudad.
–Y para eso escribí ‘Sotileza’ –añadió José María de Pereda.
Aquello parecía listo para sentencia. Como nadie hablaba, me atreví a tomar la palabra para rematar la faena antes de que la gente se dispersara.
–John Ruskin, escritor, crítico de arte, sociólogo, artista y reformador social británico del XIX, sentó unos principios en ‘Las siete lámparas de la arquitectura’, que vienen muy bien al caso: «La conservación de monumentos del pasado no es una cuestión de conveniencia o de sentimiento. No nos pertenecen. Pertenecen en parte a los que los construyeron y en parte a las generaciones que han venido detrás. Los muertos tienen aún derecho sobre ellos y no tenemos derecho a destruir el objeto de su trabajo, ya sea una alabanza del esfuerzo realizado, ya la expresión de un sentimiento religioso. Sus derechos no se extinguieron con su muerte. De estos derechos se nos ha hecho una investidura, pero pertenecen a todos sus sucesores. Puede ser en el porvenir un motivo de dolor o una causa de perjuicio para millones de seres el que nosotros, según nuestras conveniencias actuales, hayamos demolido tales edificios, para deshacernos de ellos. Este dolor, esta pérdida, no tenemos derecho a ocasionarla».
Don Marcelino, don José María de Pereda y su amigo Galdós, de regreso a sus respectivos monumentos, amenazaron con encadenarse junto a los raqueros del Muelle si no se les garantizaba la recuperación de El Cabildo de Arriba, pero antes de hacerlo tratarían de dialogar con la alcaldesa.
Unamuno tenía prisa por regresar a Bilbao, y refunfuñaba por lo bajo: «¡Mucho parloteo y buenas intenciones aquí arriba, pero la última palabra es del Ayuntamiento y mucho me temo que ya tienen la piqueta en la mano! Y es una pena, porque ¡dichoso de aquel que logra hacer de su casa o de la morada en que su oficio se cumple otro cuerpo más para su espíritu! Y no ya de su casa tan solo, sino del lugar en que vive, ¿qué mayor bendición de Dios? No hay para vivir como una de esas viejas ciudades rebosantes de seculares recuerdos cuando se logra encarnar o, si queréis, como en esta calle, ‘empedrar’ en ellas, hacerlas cuerpo de nuestra alma».
Tomé del brazo al vizcaíno para bajar junto a él la rampa de Sotileza. Entonces, me confesó:
–No creo que se atrevan a hacerlo, pero estos tres prohombres, con su mucho predicamento en Santander, podrían arreglar este desaguisado. Fíjese en Tita Cervera cuando se encadenó a un árbol para detener la reforma del Paseo del Prado. Incluso, no haría falta que se sentaran junto a los raqueros, ¿se imagina qué ocurriría si bajaran de sus pedestales y obligaran al Ayuntamiento a devolver la biblioteca de Menéndez Pelayo, o a exigir que se borre su nombre de las avenidas de Pérez Galdós, Menéndez Pelayo y del Paseo y los Jardines de Pereda? ¡Qué vergüenza y qué gran pérdida para Santander! No deje usted de avisarme si siguen adelante con su descabella idea –sonrió, hizo una pausa y me confesó–: Le voy a contar a mi hijo Fernando, que es arquitecto municipal de Palencia, el caso del Cabildo para que me ilustre. Después, me gustaría escribir a la alcaldesa para darle mi opinión. Si usted estuviera en mi lugar, ¿qué consejo le daría?
–¡Niños y flores, sin duda! Que empiecen las obras del Centro Cívico y Cultural del Convento de Santa Cruz, que fue Tabacalera. Y que pongan cuanto antes otro ascensor junto al Pasaje de Peña para que no perdamos el tren… Que, tal como contempla la ley, obliguen a los promotores a conservar los inmuebles bajo pena de expropiación…
–No sé yo si el Ayuntamiento se atreverá a tanto –me interrumpió.
–Y que en vez de demoler casas –proseguí–, las rehabiliten y ofrezcan los pisos a los jóvenes con un alquiler asequible, que para eso tienen en Santander una Empresa Municipal de la Vivienda, y la comunidad autónoma competencias en el asunto.
–Arquitecto, he comprobado que usted tiene verdadero interés en que se rehabilite el Cabildo para recuperar su memoria. ¿Qué pintada haría usted en esta Cuesta de Sotileza?
–Escuchándole decir estas cosas tan profundas, no tengo la menor duda, don Miguel: «¡Menos piquetas y más poetas!». Por eso hay que repoblar con niños que nazcan en este lugar.
Unamuno movió la cabeza, dubitativo.
–¡No pierda el ánimo don Miguel: usted y yo sabemos por experiencia que hasta una ruina puede ser una esperanza! Y me quité el sombrero al despedirle.
–¡No tiene usted un pelo de tonto! –me dijo.
Llegó justo a tiempo para coger el tren por los pelos. Yo me rasqué la calva y me quedé dormido como un bendito.
José María Pérez, Peridis.